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Reflexión Weekend: LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

 Queridos hermanos y hermanas: en esta fiesta de la Presentación del Señor, la Iglesia celebra la Jornada de la vida consagrada. Se trata de una ocasión oportuna para alabar al Señor y darle gracias  por el don inestimable que constituye la vida consagrada en sus diferentes formas; al mismo tiempo, es un estímulo a promover en todo el pueblo de Dios el conocimiento y la estima por quienes están totalmente consagrados a Dios. 

La solemnidad de la presentación del Señor evoca un episodio muy bello de la vida del Señor, cuando cumpliendo con el rito prescrito por la Ley judía, María presenta a Jesús niño en el Templo. Dos personajes saltan a la vista: el anciano Simeón y la profetiza Ana. En la escena ellos dos, además de María, son los únicos capaces de reconocer en Jesús al Mesías esperado por el pueblo escogido.

Simeón y Ana fueron capaces de reconocer a Jesús acogerlo como Mesías. ¿Quiénes eran? ¿Qué nos dice el Evangelio acerca de estos dos personajes? De Simeón se afirma que era un "hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel" y que "el Espíritu Santo moraba en él". Se dice además, que Simeón "había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor".

Vemos entonces a un hombre de vida santa, de oración, que había puesto verdaderamente sus esperanzas en la promesa hecha  por Dios a su pueblo. De la profetiza Ana, en cambio, se afirma que "era una mujer muy anciana" y que "de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro"; ella "no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones". Simeón y Ana tienen algo muy particular en común, una vida cuyo centro es Dios y sus promesas; hoy podríamos decir que eran personas de profunda oración, de profunda vida espiritual. Y esta es la condición fundamental que los hace capaces de reconocer en Jesús al Mesías esperado.

En realidad, nada de extraño hay en ello. Jesús es presentado en el Templo no sólo a los que estuvieron presentes en ese momento. De alguna manera fue presentado a toda la humanidad, como nos ha sido presentado también a nosotros.

La pregunta que sigue, entonces, es: ¿hemos acogido al Señor como nuestro Salvador? ¿Es Él verdaderamente el centro de toda mi vida y mi esperanza? Si no tenemos una vida espiritual profunda como Simeón y Ana, y no "frecuentamos el templo", -no sólo el templo físico, sino también el templo espiritual que es nuestra propia interioridad-, difícilmente seremos capaces de reconocer a Jesús. Escucharemos muchas voces que nos hablan del Señor, y ese lenguaje siempre nos parecerá un tanto extraño, como de hecho lo fue para muchos el mensaje de Jesús en su tiempo.

Queridos hermanos y hermanas, como cirios encendidos irradiemos siempre y en todo lugar el amor de Cristo, luz del mundo. María santísima, la Mujer consagrada, nos ayude a vivir plenamente nuestra especial vocación y misión en la Iglesia, para la salvación del mundo. Amén.




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