DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO (Mateo 21, 28-32)
En la liturgia de la Palabra
de este Domingo, queda muy claro que Dios NO, condena a nadie; por el contrario
el plan de Dios, es que todos alcancemos la salvación y por eso envió a su
único Hijo, Jesucristo, para que por Él, con Él y en Él, vivamos y se lleve a
cabo su designio de amor.
En la primera lectura de la
profecía de Ezequiel se nos dice: “Si el
honrado se aparta de su honradez, cometa la maldad y muere, muere por la maldad
que ha cometido. Y si el malvado se aparta de la maldad cometida, y se comporta
recta y honradamente, vivirá. Si
recapacita y se convierte de los pecados cometidos, vivirá, no morirá”. (Ez.
18, 26–28). Por lo tanto, cada
persona debe asumir con responsabilidad las consecuencias de sus actos y
después no echarle la culpa a nadie, en este caso a Dios. Y es por eso que
debemos tomar conciencia de lo que somos: Hijos de Dios, lo cual nos debe
llevar a hacer nuestras esas palabras del salmo 24: “Recuerda Señor, que tu
misericordia es eterna”…”no te
acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud”… “el Señor es bueno
y es recto y enseña el camino a los pecadores”… “hace caminar a los humildes
con rectitud, enseña el camino a los humildes”.
Hagamos nuestras esas palabras de este salmo y pidámosle al Señor de verdad que nos haga descubrir, o mejor, redescubrir la grandeza de su amor, el cual poco a poco nos hará vernos a nosotros mismos, como a esos hijos que lo necesitan, que lo buscan, que desean dejarse guiar por Él, hacia la luz, hacia la vida. Y es por eso que el salmo termina con esa profunda afirmación: “El Señor hace caminar a los humildes con rectitud, enseña el camino a los humildes”. Si, acá está la clave de todo, en la humildad; y eso lo podemos confirmar en la segunda lectura donde el apóstol San Pablo, se dirige a los Filipenses y hoy a nosotros: “No hagáis nada por rivalidad o vanagloria; sed, por el contrario, humildes y considerad a los demás superiores a vosotros mismos. Que no busque cada uno sus propios intereses, sino los de los demás. Tened pues, los sentimientos de Cristo”.
Hagamos nuestras esas palabras de este salmo y pidámosle al Señor de verdad que nos haga descubrir, o mejor, redescubrir la grandeza de su amor, el cual poco a poco nos hará vernos a nosotros mismos, como a esos hijos que lo necesitan, que lo buscan, que desean dejarse guiar por Él, hacia la luz, hacia la vida. Y es por eso que el salmo termina con esa profunda afirmación: “El Señor hace caminar a los humildes con rectitud, enseña el camino a los humildes”. Si, acá está la clave de todo, en la humildad; y eso lo podemos confirmar en la segunda lectura donde el apóstol San Pablo, se dirige a los Filipenses y hoy a nosotros: “No hagáis nada por rivalidad o vanagloria; sed, por el contrario, humildes y considerad a los demás superiores a vosotros mismos. Que no busque cada uno sus propios intereses, sino los de los demás. Tened pues, los sentimientos de Cristo”.
Ser humildes, tener los
mismos sentimientos de Cristo… esa es la propuesta que se nos hace hoy para
poder experimentar la misericordia infinita de Padre Dios… y por eso en el
bautismo de Jesús en el Jordán esa Voz del cielo dijo: “Este es mi hijo amado, en quien me complazco” (Lc. 3, 22) Nosotros
por eso por nuestra obediencia al Plan de Dios Padre que quiere salvarnos
debemos acoger a Jesucristo y ser como Él: obedientes, humildes…. Solo el
corazón humilde es el que se deja guiar, es el que se deja corregir y puede
aceptar sus propios errores. La humildad
es la que nos conduce a un verdadero encuentro con la misericordia infinita de
Dios, de tal manera que al mirarnos sienta esa misma complacencia que con su
Amado Hijo.
Es esa misma humildad la que
nos hace sentir y ver que somos iguales delante de Dios; pues Él nos ama a
todos y para todos tiene el mismo plan; por lo tanto la parábola de los dos
hermanos no es para mostrarnos que hay que hacer una división entre buenos y
malos; es decir, los que cumplen la voluntad de Dios son los buenos y los que
no la cumplen son los malos. No. Esa no es la finalidad del Evangelio de hoy.
En estos dos hermanos está reflejada toda la humanidad, la cual muchas veces,
como seguramente ya lo hemos experimentado todos, ha caído en el error de la
indecisión, nos proponemos cosas y no las cumplimos o como decía el apóstol San
Pablo: “Pues no hago el bien que quiero,
sino el mal que aborrezco” (Rom 7, 19).
La parábola nos enseña que
todos estamos en igualdad de condiciones, tanto el primero como el segundo de
los hermanos; es decir que hoy podemos estar bien, cumpliendo nuestros deberes
y obligaciones; podemos estar esforzándonos por hacer la voluntad de Dios,
oración, vida sacramental, obras de caridad, etc., pero eso no nos hace mejor
que nadie, ni nos debe llevar a compararnos con nadie…, porque puede que
después sea lo contrario, la fe se empiece a debilitar, llegue la duda, la
frialdad espiritual, caer en la rutina que conduce al fracaso, etc. Como también puede ser el otro caso de
alguien que está lejos del camino del Señor, viviendo de cualquier manera sin
importarle que es cristiano o no, sin vida de Iglesia, pero después puede
cambiar e iniciar un proceso de conversión.
Por eso no podemos hacer clasificaciones entre buenos y malos, sino que
todos debemos mejor, esforzarnos por buscar esa misericordia de Dios,
diciéndoles SÍ. Sí señor, queremos
trabajar en tu viña, queremos ser colaboradores en la construcción del Reino,
por eso auméntanos la fe, haz que nuestro corazón sea cada vez más humilde y
desinteresado y que no nos quedemos en la mitad del camino; pero si en algún
momento caemos, desfallecemos, nos visita la duda, el desierto espiritual, pues
levántanos y permítenos seguir contigo para no caer en la actitud de los
maestros y doctores de la ley, que se creían los mejores, que vivían de
apariencias, los demás sólo veían la máscara, porque por dentro eran otros
estaban lejos de la misericordia, del amor, porque por su orgullo y soberbia no
la querían aceptar.
Por consiguiente, a la luz
de la Palabra de este domingo NO, debemos preguntarnos, con cuál de los dos
hermanos me identifico, sino, si le digo SÍ, al Señor, ¿Estaré dispuesto a
responderle con generosidad, sin mirar atrás, asumiendo todo lo que conlleva aceptar
con amor la cruz en mi vida como cristiano? O si le digo NO, ¿Estaré dispuesto
a permanecer el resto de mi vida lejos de esa propuesta de amor y misericordia,
que se experimenta cuando se acepta trabajar en la construcción del reino?
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